martes, 3 de septiembre de 2013

Nadie estaba allí.

Pero todos se quedan mirando cómo la chica enreda uno de sus rizos en torno a su dedo. Como si fuese algo mágico, como si poseyera, con ese sencillo y monótono movimiento, poderes hipnóticos. Quizás ella supiese el efecto que tenía con ese gesto inocente y a la vez juguetón, divertido, en los demás, y por eso usase ese arma y no otras.

Porque realmente, las verdaderas armas de la chica del cabello rizado y la mirada Café eran las palabras y sus gestos ingenuos, no el arco que escondía en el armario ni la Desert Eagle con la que tantas veces se había descrito en sus relatos.

No iba a pasearse por calles oscuras y cubiertas de niebla con una gabardina negra y una pistola guardada en la manga, sosteniéndola con una mano fría y segura de si misma, sino ocultarse tras las cortinas color marfil de un pequeño estudio en lo alto de alguna ciudad a escribir las palabras más dolorosas (y también, a veces, las más bellas) sobre inocentes de todo delito folios en blanco, con un bolígrafo sencillo de color azul.

Azul, ese azul que ni siquiera era el suyo (pues el suyo era el azul del tono que tiene en Verano, pasado el mediodía, cuando es apenas imposible salir a la calle por el calor que invade ésta) pero que, de alguna forma, formaba parte de ella.

Tal vez ella era Tinta, Arma y Magia, en alguna combinación extraña que había formado su extraño ser. Podría ser alguien o simplemente Nadie. Quizás ninguna persona reparase en ella, pero ella daba cuenta de todo al pasear por la calle.

Nadie estaba allí.

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