miércoles, 4 de septiembre de 2013

Escaleras.

Me hallaba sentada en los primeros escalones de aquella larga escalera, que comunicaba todos los rellanos de los siete pisos de los que constaba el edificio. Yo vivía en el bajo, y me situaba allí todas las mañanas a las ocho en punto para ver pasar la figura de la chica del séptimo. Sabía bastante de aquella muchacha con sólo observarla. Le encantaban las zapatillas de marca Converse, pero era la única ropa que llevaba de marca. Se llamaba Estrella, y la verdad es que, a mis ojos, brillaba tanto como una. Tenía mi misma edad y era algo distraída, siempre absorta en la música que escuchaba a través de unos auriculares negros. Posiblemente ni siquiera hubiese reparado en mi presencia todos los días al pie de la escalera. De hecho, me levantaba del escalón de un salto al oírla bajar sólo para fingir que yo también salía y que le abría la puerta. Sin embargo, esta vez ella no bajó. 

En toda la mañana. Y yo no tenía nada que hacer, por lo que seguí esperándola. Al final, justo antes de que yo tuviese que subir a ayudar a poner la mesa, apareció ella. Pero entró por la puerta, no salió por ella, y eso me desconcertó. Nos miramos, y supe que había pasado la noche fuera. Se le notaba. En el olor que desprendía. En su rostro. Había roto, de alguna forma, nuestro pacto anónimo, ese del que ninguna de las dos había hablado, ni siquiera pensado. El perfume de hombre invadió el ambiente y yo me deslicé, en un intento de sutileza, hacia mi casa. 

No la vi en mucho tiempo. Tampoco la esperé, en nuestro habitual sitio. 

Y, sin embargo, sonó el timbre de la puerta aquel día a las ocho de la mañana, y yo, única persona despierta en mi casa (aunque probablemente tras el estridente sonido del llamador) me acerqué a abrir. Ahí estaba Estrella, vestida de forma discreta con unas Converse de color violeta y la mirada gacha. La alzó para mirarme, con esos ojos oscuros que podían hacer que mi mundo se desmoronase y se erigiese como la más hermosa ciudad en apenas unos milisegundos. Se aproximó, y sus labios, de pronto, rozaban los míos.

Me perdí. Pero no quería encontrarme.  


Llevábamos tiempo esperándonos, pero ella acababa de descubrir con quién quería compartir sus noches fuera de casa.

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